Desde Uruguay entiende que la locura de correr no ayuda para escapar, no ayuda.
Quizás los signos de belleza que ella no supo interpretar, ahora están guardados de temor, por miedo a un nuevo hijo malnacido. ¿Para qué?
Maga comprende. Escucha. Ve.
Años luz después, reconoce pero no vuelve. Ir a Buenos Aires significa que tantos ríos de La Plata desaparecieran, y eso tarda siglos en suceder.
Desde su orilla de barro, de mugre, siente el frío de la tierra porteña en sus pies. Es agradable saber que Oliveira también la observa, desde algún puerto, o a lo mejor desde esas playas perdidas de junco arena y arcilla.
Maga puede verlo porque es alto y grande. Porque para el perdón no hay distancias pero no puede recorrerlas, tiene los pies en un barro propio.
Extrañar no sirve, no aguanta. Es sembrar en el alma un dolor inamovible, sólo por placer de hallarse ahí, porque no sirve para nada. No construye.
Recorrer el río, esperando que Horacio no esté, pero la recuerde. No se puede estar siglos esperando. No se quiere.
Él se fue para reencontrarla, pero ahora sus pies tienen barro.
Hay que limpiarse y hundirse río adentro. Con un poco de suerte podría ahogarse para encontrarse a sí misma. Para salir en Buenos Aires, agotada pero gigante. Como Horacio.
Esta noche, buscando tu boca en otra boca, casi creyéndolo, porque así de ciego es este río que me tira en mujer y me sumerje entre sus párpados, qué tristeza nadar al fin hacia la orilla del sopor sabiendo que el placer es ese esclavo innoble que acepta las monedas falsas, las circula sonriendo. Olvidada pureza, cómo quisiera rescatar ese dolor de Buenos Aires, esa espera sin pausas ni esperanza. Solo en mi casa abierta sobre el puerto otra vez empezar a quererte, otra vez encontrarte en el café de la mañana sin que tanta cosa irrenunciable hubiera sucedido. Y no tener que acordarme de este olvido que sube para nada, para borrar del pizarrón tus muñequitos y no dejarme más que una ventana sin estrellas.
Rocamadour
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